jueves, 21 de agosto de 2008

UN RETRATO- EL PROFETA JEREMÍAS.

Un retrato - el profeta Jeremías.

" Profeta Jeremías lamenta la destrucción de Jerusalén " - Rembrandt.

¿Qué impresión hubiera tenido de Jeremías si me lo hubiera encontrado 600 años antes de Cristo por las calles de Jerusalén? Ciertamente el libro que lleva su nombre es, a ratos, indigesto: demasiados anuncios de desgracias. Pero al mirar de cerca su rostro, ¿acaso no hubiera descubierto un hombre abierto, sensible, clarividente, que se atrevía a expresar su opinión, y también un hombre humilde, incluso tierno, capaz de conmoverse invocando el amor de Dios? Un día lo habría visto atravesar la ciudad con un yugo sobre sus hombros (cap. 27) y me hubiera impresionado.
Y viene la pregunta: ¿cuál fue el resorte de este hombre fuera de lo común? ¿Cómo pudo mantenerse en pie, sin doblegarse, permaneciendo al mismo tiempo liviano a pesar del yugo que tenía que cargar?
La respuesta se podría contener en tres puntos:


1. Jeremías estaba persuadido que su vocación no descansaba en sí misma, en sus deseos o en sus necesidades, sino que venía de Otro: antes de formarse en el vientre de su madre, Dios lo había apartado (1,5). Esta es su referencia constante: Dios había dado un sentido a su vida, antes que él mismo tomara conciencia de ello. Le toca a él responder a esa intención de Dios y nunca desviarse.
Lo cierto es que, al mirarse a sí mismo, tendría que decirse que no estaba a la altura. «No tengo la edad» (1,6), no tengo lo que hace falta para hablar en público, ni siquiera tengo el derecho de ello. Sin embargo, sabía que Dios no tendría en cuenta semejante argumento. Mirarse a sí mismo ya no conviene más a quien ha sido llamado. Otro se ocupa de lo que él debe realizar.
Hubiera querido por momentos escapar de esa llamada: «Me decía: no pensaré más en Él; no hablaré más en Su nombre; pero en mi corazón había un fuego devorador, encerrado en mis huesos. No lo podía contener.» (20,9). Hoy podríamos encontrar peligroso que un ser humano ceda ante la voluntad de otro, aunque fuera Dios. En Jeremías era más bien el secreto de su solidez. Si, a pesar de todas las oposiciones que encontró, permaneció inconmovible, fue porque en el fondo de sí mismo daba la prioridad a Dios.


2. En Jeremías no encontramos nada fanático. Habló abiertamente a Dios de lo que no podía aceptar. Le expuso todo su desaliento. Tampoco lo ocultó a los demás. Pero con la misma transparencia admitió que su cansancio y sus dolencias no tenían peso delante de Dios. Aceptó ser interpelado: «Si la carrera con peatones ya te cansa, ¿cómo será con caballos? » (12,5).
Dios lo ha empujado por momentos. Le dijo claramente que no quería oír más palabras viles de su boca y que no tenía más que regresar a él (15,19). Y ello al final le pareció normal al profeta que la última palabra viniera de Aquél que había sido el primero. Le conocía suficientemente bien para saber que no era un Dios duro y autoritario, sino al contrario, Aquél que, a través de las peores pruebas, no dejaba «de amar con un amor eterno y atraerlo a él con fidelidad» (31,3), Aquél que amando experimentaba él mismo «estremecimiento en sus entrañas y un desbordamiento de ternura» (31,20).
Jeremías había sentido su llamada como si Dios lo hubiera «seducido» (20,7). No sabía lo que le sucedió, porque Dios lo había tomado por su lado vulnerable y él se dejó tomar.
Toda su relación con Dios permaneció marcada por esa aproximación. «La vulnerabilidad: puerta por la que, preferentemente, Dios puede entrar en nosotros», como dijo el Prior de la Gran Cartuja acerca del hermano Roger.


3. Jeremías permaneció desinteresado hasta el final. Nunca quiso sacar provecho de su vocación, nunca pretendió haber realizado bastante o tener en adelante el derecho de pensar en sí mismo. Cuando, tras la caída de Jerusalén, recibió un salvoconducto, podría haberse salvado o hacerse una situación honorable. No, su lugar estaba entre los pocos que se iban a quedar en Jerusalén, solidario hasta en su angustia. Imposible para él volver a tomar la vida que él había entregado. Le bastaba con saber que esa misma vida constituiría de ahora en adelante «el botín que Dios le concedía adonde iría» (45,5).
La experiencia prueba que es el desinterés que hace sólido a un ser humano – sólido y libre a la vez.
FUENTE :
www.taize.fr/
ENVIÓ : PATRICIO GALLARDO VARGAS.

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