martes, 28 de octubre de 2008

LA SED DE DIOS - MA. JOSÉ CANCELO BAQUERO.

La sed de Dios* - María José Cancelo Baquero**
Sal Terrae 96 (2008) 445-457

1. ¿Hay o no sed de Dios en nuestra sociedad? ¿Por qué?
«Dicho esto, se volvió y vio a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús.
Le dice Jesús: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?”»
(Jn 20,14-15).

Entendemos por «sed» la gana o necesidad de beber. El cuerpo humano es, en un 80%, agua. El agua es indispensable para nuestra vida. En un sentido figurado, llamamos también «sed» a todo deseo, apetito o necesidad imperiosa de algo de lo que no se puede prescindir para vivir. La sed implica, pues, un movimiento o inclinación natural de la voluntad y de todo nuestro ser hacia algo que consideramos un bien.
Si nos fijamos en nuestro entorno, veremos cómo todos andamos en búsqueda de algo que consideramos un bien: unos, un pedazo de pan para dar de comer a sus hijos; o una oportunidad cruzando el estrecho; otros, con más suerte, buscamos el éxito, el dinero, el poder...; ser más, alcanzar una meta, y luego otra, y después otra (un coche, otro mejor...; una casa, mejor dos...; mejorar la imagen, sentirnos alguien, tener una pareja que «nos llene»...).
Si nos fijamos bien, creo que podríamos afirmar que somos aquello que buscamos. Estas búsquedas son las que van configurando nuestras vidas, a lo que dedicamos nuestro tiempo y nuestro afán.
Ahora bien, en cuanto logramos lo que deseamos, ya no nos resulta suficiente. Tales búsquedas no acaban de llevarnos a algo que nos llene plenamente. ¿Cuál es en realidad la necesidad profunda? En el fondo, ¿qué estamos buscando?, ¿a qué aspira verdaderamente nuestro corazón?
Supongo que es a esta inquietud profunda, a esta necesidad siempre insatisfecha, a lo que nos referimos cuando hablamos de la «sed de Dios». Pero me pregunto: ¿es de verdad Dios (o lo trascendente) algo necesario en nuestras vidas?
No me corresponde a mí hacer un análisis filosófico ni teológico acerca de si se trata o no de una necesidad existencial. Pero sí quisiera poder dar testimonio de mi experiencia y de lo que veo a mi alrededor.
La sed de Dios me habla de la búsqueda de lo esencial de la vida, aquello en que se fundamenta el sentido de la existencia humana, el misterio de la vida. Misterio sobre el que, por más que nos empeñemos, no hay una respuesta que lo agote completamente.
Creo que hoy, en nuestra cultura occidental, la cuestión de sentido no se plantea frecuentemente; y cuando se hace, no se suele tener a Dios como respuesta única, al menos al Dios cristiano.
Pero quizá la pregunta que tenemos que hacernos no es sobre la sed de Dios, sino que, antes de eso, deberíamos profundizar acerca de si hay o no sed de algo más, si hay o no una tendencia natural a preguntarnos por el sentido. Y, en caso afirmativo, cuáles son las respuestas que damos.
Creo que la sed de algo más es una experiencia común a todos los mortales. Esta sed puede ir desde lo más simple y concreto, como son las necesidades básicas –que nunca parecen quedar totalmente satisfechas–, hasta esa tendencia a ir más allá de lo evidente, que se muestra en las actividades más elevadas, como la investigación científica o, mejor, en otro nivel, la creación artística. En todo caso, siempre en búsqueda, siempre en dinamismo de alcanzar algo más, algo mayor, algo mejor, la realización plena de todas las capacidades, posibilidades, deseos y aspiraciones del corazón. ¿Acaso la plenitud? ¿Acaso lo trascendente? En cualquier caso, una esperanza de algo.
Así, si echamos un vistazo a nuestro alrededor, podemos observar cómo nuestras vidas y cuanto nos rodea parece estar en continua evolución, en realización, en proyecto, llamado a realizarse siempre como una plenitud. Es como un dinamismo que nos viene impuesto.
Si ahora miramos hacia el interior, también sentimos de algún modo esa tendencia hacia la armonía, la plenitud. Dentro de nosotros, algo nos inquieta y nos inclina a encontrarle un sentido a todo, una esperanza de sentirnos plenamente realizados.
Yo creo que no podemos negar que en toda persona hay una sed profunda de lo esencial; de lo radical, algo que va incluso más allá de las ansias de verdad, de belleza, de amor, de armonía, de felicidad total...: una especie de deseo de infinito en lo más profundo de nosotros mismos.
Pero la sed implica también un vacío que llenar, un echar de menos algo, un interrogante abierto...; y lleva consigo, además, la avidez por eso que falta para sentirse satisfecho. Nos pone en referencia a algo que no estamos seguros de poder alcanzar, pero que sentimos que necesitamos saciar. Esto supone un riesgo. ¿Podemos aspirar a llenar nuestros vacíos? ¿Es posible y, por tanto, razonable aspirar a esta plenitud? ¿Puede lo finito abrirse a lo infinito? ¿No habrá que conformarse con la mera realización posible, dentro de nuestras limitadas posibilidades, sin aspirar a nada más?
Esto último parece razonable y sensato. Entonces, ¿por qué seguir dándole vueltas? Sin embargo, ¿nos contentamos verdaderamente con vivir lo mejor posible, con ser capaces de conocer y describir cada vez un poco mejor la realidad que nos rodea, con tratar de explicar cómo funciona? ¿De verdad que no sentimos la necesidad de ir más allá y preguntarnos por qué existimos, por qué existe algo? Incluso el mismo hecho de hacerse estas preguntas de sentido ¿no parece indicar una tendencia a esperar una respuesta?...
Apenas nos detengamos a pensar, percibiremos nuestra absoluta dependencia, la contingencia de todo lo existente; y si no nos aferramos demasiado a los prejuicios, si abrimos nuestros esquemas cerrados, tal vez empecemos a intuir la posibilidad de otra Presencia, de algún Otro, de otro orden... que de alguna manera, extraña a nuestra limitada capacidad, responde a todo esto.
Esta desproporción radical que sentimos entre lo que es y lo que desearíamos alcanzar, y que por nosotros mismos resulta imposible de resolver, esa necesidad de algún otro que nos origine, nos habla a algunos de una Presencia que va más allá de nosotros, que lo atraviesa todo, que nos fundamenta, que nos constituye y sostiene en el ser.
Esto es, para mí, la sed de Dios.

2. ¿Cómo se manifiesta hoy la apertura a la dimensión religiosa?
«Me abandonaron a mí, fuente de agua viva,
y se cavaron aljibes agrietados que no retienen el agua»
(Jr 2,13).

Pero lo que es evidente es que a estas inquietudes, a esta «sed», no todos le damos la misma respuesta, sino que cada cual busca calmarla en las fuentes que le parecen mejores, o las que tienen al alcance o las que están más de moda. Porque en esta sociedad del mercado hay ofertas de todo tipo y para todos los gustos. Creo que se puede afirmar que la respuesta religiosa que pone en Dios su esperanza está muy cuestionada. Ha sido puesta bajo sospecha por alienante y acrítica, lo cual no es de extrañar para quienes, como yo, hemos sido educados en un ambiente racionalista, pero a quienes se nos trasmitió una fe más propia de la época premoderna; una fe que, a poco crítico que fueses, se te caía enseguida de las manos.
Ya no sirven, pues, las respuestas religiosas simples sin contraste con la razón crítica.
Además, la idea de Dios que ha quedado en el imaginario colectivo está asociada a una predicación propia de los tiempos anteriores al concilio Vaticano II: la de un Dios todopoderoso, juez justo, que premia a los buenos y castiga a los malos y que choca de frente con la sensibilidad actual.
Por otra parte, a más de uno nos parece que la Iglesia jerárquica está muy alejada de la vida real y de los problemas de la gente, por lo que ha perdido el prestigio y la credibilidad.
Y, así, hay personas que recurren a los nuevos movimientos religiosos o semi-religiosos. E incluyo aquí, con todo respeto, desde el budismo y el zen hasta las más variadas opciones al estilo «New Age» y toda suerte de magias y esoterismos, tan increíblemente en boga en una cultura racionalista. Lo que creo que ocurre es que, por lo menos, no tienen de ellos una idea preconcebida que les cause rechazo, ni está tan mal visto como el decirse cristiano. Incluso da un «toque» interesante. Además, estas opciones tienen a su favor que se mantienen dentro de la intimidad y no comprometen social ni públicamente a las personas que se acercan a ellas.
Algunos otros –pocos en este entorno– se inclinan por una salida más radical, buscando escapar de la complejidad a través de opciones que oferten respuestas firmes. Caen en grupos fundamentalistas que les ofrecen un camino que les inspira seguridad; aunque sea a base de renunciar a la capacidad de discernir, a cambio de una salvación segura a fuerza de hacer méritos para contentar a Dios.
Otros se quedan en un más o menos cómodo conformismo, pensando que, por más vueltas que se le dé a estos asuntos, no se puede saber nada con certeza. Además, como tienen tantas sospechas acerca de quienes dicen creer en algo –que para ellos suele ser gente fanática–, mejor no intentar pensar en ello y llenar los vacíos con lo que atraiga los sentidos y cause placer, teniendo así las necesidades «entretenidas» y viviendo lo mejor que se pueda. Creo que estas últimas personas son las que más abundan en mi entorno y generación.
Intentaré describir la situación sociocultural que propicia estas posturas. Me centraré en la última, que me parece la más extendida.

3. ¿Qué factores inciden en la creación del clima espiritual actual?
Vivimos en una sociedad que tal vez podríamos definir no tanto como increyente o agnóstica, sino, más bien, «indiferente». Se han sumado para ello diversos factores.
Por una parte, hay que considerar la secularización derivada de la crítica racionalista moderna al sistema religioso imperante hasta hace pocos años.
En esta misma línea estaría el cuestionamiento acerca del problema del mal y del escándalo del sufrimiento de los inocentes, o el de la injusticia estructural. Es decir, el problema de cómo explicar que no hay contradicción entre la realidad del mal y la existencia de un Dios bueno.
Mientras no encuentran una respuesta razonable a este interrogante –y es más cómodo no buscarla–, les resulta imposible creer en un Dios que les merezca la pena.
Por otro lado, creo que influye el modelo de sociedad actual. El contexto sociocultural es esa realidad que nos envuelve, el ambiente en que vivimos. Y nos configura más allá de nuestra voluntad y va conformando nuestra mentalidad y sensibilidad.
La nuestra es una sociedad individualista y fragmentada, típica del sistema cultural y económico que se ha globalizado, el neoliberalismo, el cual se caracteriza por la potenciación extrema del consumo, apoyado por los nuevos sistemas de comunicación inmediata y las nuevas tecnologías, y que cuenta, para su expansión con la complicidad de los medios de comunicación social.
Vivimos bombardeados por muchas imágenes y sensaciones, estamos como aturdidos. La realidad es compleja y cambiante. La vida sucede a mucha velocidad, siempre estamos con prisas, y parece que sólo nos mueve el ansia de resultados inmediatos, que, al ser alcanzados, generan otro nuevo deseo que alcanzar; y así vivimos, siempre a la búsqueda de algo nuevo que nos haga sentir bien (placer, diversión, éxito, «marcha», etc.).
Todo esto nos hace andar muy dispersos, identificados con demasiadas cosas, muy «entretenidos». Recibimos tanta información, tanta sensación y tantos impactos que, sin apenas darnos cuenta, se nos cuelan en el interior y se apoderan de nuestros sentimientos y de nuestra libertad. Es como una trampa mortal: no tenemos capacidad de decidir. Tan poseídos estamos que no hay tiempo ni espacio para las preguntas de sentido.
También influye la cultura ramplona instalada hoy, con una falta total de ideales y utopías, egocéntrica y narcisista, sin interés por el pasado y sin grandes planes de futuro. Vivimos en un presente inmediato, en el que el valor que más se esgrime es el de la libertad, entendida como «hacer lo que a uno le da la gana», sin límites y sin tener en cuenta para nada el bien común. Es una concepción materialista que ciega la capacidad de atisbar el valor de todo aquello que pueda trascender nuestros propios intereses y, por lo tanto, también lo trascendente.
Esta dinámica es tan brutal que casi podría decirse que, para mucha gente, la vida pasa sin darle tiempo a nuevos y mejores planteamientos; y casi me atrevo a decir que la única posibilidad de que esto cambie es que la vida, con alguna de sus tretas sorpresivas, les abra alguna brecha indeseada en sus seguridades, por donde se les cuele alguna pregunta existencial. Aun así, y salvo que el desconcierto sea muy grande, muchas veces se intentan eludir los interrogantes con la disculpa de que lo que ocurre es que estamos deprimidos y que para eso la solución está en algún tratamiento químico de última generación o en algún curso de control mental, o algo por el estilo. Cualquier cosa, con tal de no pensar y afrontar el vacío.
Pero, si somos sinceros, todo ello no ha logrado que desaparezca la pregunta acerca de la justificación de la existencia, aunque la tenemos tan oculta que surge poco.

4. ¿Cómo anunciar el Evangelio de Jesús en este contexto?
En este contexto, parece que, antes que plantearnos el anuncio explícito del evangelio, deberíamos abrir cauces para que surjan, o bien las preguntas existenciales, o bien alguna aproximación a una experiencia de lo trascendente que abra el camino a las preguntas y a sus posibles respuestas.
Creo que la mayoría de los seres humanos hemos experimentado más pronto o más tarde algún modo de experiencia religiosa, algún destello de eternidad que se asoma a nuestra vida a través de alguna realidad que nos conmueve e ilumina. Estas experiencias suelen venir ligadas a hechos o actividades que se desenvuelven en el ámbito de lo simbólico, en las artes; o ante experiencias de amor, de autenticidad, de libertad, de verdad, de bondad, de belleza... Dejarnos tocar por algo de esto puede llevarnos a intuir que hay algo muy profundo dentro de nosotros mismos y en la realidad, que vive para siempre; algo que posee esas capacidades por definición y que nos atrae, nos llama, nos eleva y trasciende. Así, el encuentro con algo bueno, bello, verdadero..., pero, sobre todo, la experiencia de amar y sentirse amado, nos hace posible atisbar algo que va más allá de lo que vemos. Nos pone en trance de experiencia de lo trascendente.
Incluso la experiencia preciosa del amor humano, siendo la más sublime, no calma totalmente nuestra sed. Esta experiencia convive siempre con una sensación de soledad no colmada, pues tenemos una capacidad de relación infinita que sólo el misterio de algo trascendente se barrunta como capaz de llenarla.
Los cristianos creemos que en lo más hondo de la realidad hay un misterio último que es Amor. Esto es lo que nos reveló Jesús de Nazaret, un Dios Padre-Madre que crea por Amor y con la única finalidad del bien de sus criaturas, teniendo como único límite el de su inevitable finitud. Toda esta realidad tan compleja no es fruto de un azar ni está destinada a la extinción, sino que está habitada por una energía que la crea y la sostiene. Además, Dios actúa en sus criaturas y cuenta con nosotros para que su proyecto se haga realidad en el mundo.
Para poder transmitir esta presencia, para que se haga palpable, tenemos que lograr, antes que nada, experimentar a Dios como Padre, sentir su bondad, su compasión, experimentar la confianza total en su misericordia, llenarnos nosotros mismos, saciarnos acogiendo su oferta de amor para reflejar en nuestra propia vida el rostro de ese Dios en el que sí se puede poner la esperanza última.
Pero este mensaje se encuentra de frente con la barrera que suponen los prejuicios que hay en la sociedad frente a la Iglesia. Se ha abierto un abismo entre el discurso religioso oficial, cargado de dogmas y prohibiciones, y las vidas reales de la gente, con sus problemas e inquietudes, deseos y proyectos, fracasos y sufrimientos...
Además, el lenguaje de la Iglesia no ayuda mucho a paliar este abismo, pues no conecta con la forma de razonar ni con las necesidades de la gente de hoy. Los ritos están vacíos de contenido. Las palabras que se utilizan y los modos de expresar la fe no tocan los resortes que pueden despertar las inquietudes de las personas. Por otro lado, los argumentos teológicos deberían poder superar dignamente la crítica de la razón. Además, hay que reconocer que la evangelización desde el dogma y el magisterio no está funcionando. Creo que hay que replantearse todo el esquema pastoral que se ha venido utilizando. Por todo ello, estoy de acuerdo con quienes piensan que la única manera de que la opción cristiana tenga cabida pasa por recuperar la experiencia original de la que surgió; y repensar la manera de expresarla con un lenguaje y unos esquemas a la altura de los tiempos.
No podemos prescindir de la cultura en la que nos movemos. Tenemos que admitir que la concepción tradicional, el esquema desde el que se explicita la fe, está en crisis; pero admitirlo desde la certeza de que la experiencia fundamental en la que se sustenta nuestra fe y esperanza sigue vigente. Estamos, pues, obligados a repensar cómo transmitirla. Hay que tener en cuenta que en España, después del nacional-catolicismo, la gente ha quedado vacunada contra la idea que se le «vendió» de cristianismo por el propio cristianismo. Hay un temor a que la fe suponga una negación de los bienes del mundo y una constricción a la realización de la persona en lo que se refiere a poder gozar de la vida en todas sus dimensiones.
Como dice Torres Queiruga, nuestra cultura ya no puede admitir un concepto de Dios que se sitúe frente a lo humano como si fuesen realidades contrapuestas. Un Dios al que sólo se llega por la ascesis, la abnegación, los sacrificios y oraciones, porque está allá arriba, y nosotros aquí abajo, y nos exige todo para ser merecedores de Él.
Una vez que hemos tomado conciencia de la autonomía del mundo y del ser humano, sólo cabe una propuesta que reconozca lo divino como trascendente y distinto, como lo que sustenta y da el ser a lo humano; de modo que, cuanto más presente se hace Dios en el hombre, tanto más afirmado siente éste su ser; y cuanto más se entrega el ser humano a Dios, con tanta más hondura se recibe a sí mismo y tanto más humano es. Todo en la vida, vivido hondamente, puede llevar a Dios. Es importante transmitir este mensaje para que se disuelvan las reticencias.
Esta experiencia honda de lo humano con relación a lo divino contribuiría a romper la imagen que tiene la gente de que la Iglesia es, ante todo, una moral; y no tanto un lugar en el que poder encontrar esa experiencia mística de la que hablamos: un lugar donde se respire esperanza y no condena; un espacio de pertenencia en igualdad, y no un lugar en el que te sientas sometido, donde unos son los que saben, pueden y ordenan, y otros sólo obedecen; un lugar donde las mujeres se sientan y se sepan con los mismos derechos y deberes reconocidos, y no relegadas al papel de segundonas.
Hay que recuperar la dignidad que trajo Jesús para todos y todas, la dignidad de ser hijas e hijos de Dios con la misión de anunciar el evangelio: una misión compartida por todos, hombres y mujeres, laicos, religiosos y sacerdotes, cada uno según su carisma y vocación, pero con igual dignidad. Ésta es una asignatura pendiente e imprescindible para que nuestra oferta sea válida hoy.
Nuestra credibilidad, y con ella la del mensaje que proclamamos y queremos transmitir, se juega en la coherencia de nuestras vidas. En los tiempos que corren, pienso que es mucho mejor no explicitar demasiado la fe, sino vivir de tal manera, con unos valores y estilos, con un sentido de la vida profundo, que lleve a preguntarse a quienes no creen qué será lo que nos mueve.
Y esto pasa por nuestra implicación, junto con todos aquellos que trabajan en la misma dirección, en la construcción de un mundo mejor –más evangélico–, de una sociedad más solidaria, en la que el objetivo del progreso pase por la liberación del ser humano de toda opresión, la convivencia desde la justicia, la búsqueda del bien común y el cuidado del entorno.
Como he señalado anteriormente, el único camino que veo posible es volver a la experiencia de los primeros cristianos, recuperar la experiencia de la que nacen los evangelios.
Es necesario volver al Jesús histórico e interpretar todo lo que sabemos sobre él desde los conocimientos actuales del contexto en que se movió, y así poder entender el carisma de su figura y preguntarnos por el misterio que encierra desde nuestros conceptos y modos de comprender. De este modo, podremos acercar la persona de Jesús –su vida y sus valores– a nuestras vidas de hoy; preparar el camino para que se haga posible el encuentro personal entre él y cada uno de nosotros; y, desde ahí, ver qué nos dice y cómo nos interpela.
En nuestro actual contexto cultural, muchas personas, sobre todo los jóvenes, no tienen asentados valores que antes se daban por supuestos. Así, en toda tarea pastoral es necesaria la formación integral del sujeto, trabajando paralelamente en todas sus dimensiones: psicológica, ética, social, existencial y espiritual.
Tampoco se puede perder de vista que vivimos en una realidad cada vez más pluricultural, en la que no podemos partir de la idea de que todos tenemos una misma forma de pensar, de sentir y de actuar. Es preciso saber que la cultura es dinámica y cambiante; y que la convivencia, el diálogo y la interacción entre las distintas comunidades de vida van configurando una nueva cultura plural, caracterizada por la interdependencia mutua.
En este marco, el anuncio del evangelio debe suponer el avance hacia una ciudadanía amplia, incluyente y solidaria desde el sentimiento de fraternidad con todos los seres humanos. Esto pide que nuestras vidas, y la vida de la Iglesia, abran espacio para el encuentro, la acogida, el diálogo con gentes de otras espiritualidades y creencias. Descubrir y reconocer mutuamente la sed que todos llevamos dentro nos evoca la posibilidad de un encuentro profundo. Los cristianos estamos llamados a ser signo de este Reino que predicaba Jesús y casa abierta a toda la humanidad. El mismo Jesús que hoy sigue vivo y al que ya sólo se puede predicar a través de nosotros.
Necesitamos presentar otras imágenes, otras figuras alternativas que motiven para buscar una vida más auténtica que pueda inspirar una felicidad profunda. Vidas de gente creíble en nuestro contexto. Se necesitan cristianos con un sujeto bien formado, capaces de resistir el embate de la seducción de los valores en boga y con una interioridad bien forjada, fruto de la contemplación. Hombres y mujeres que muestren con sus vidas, con su proximidad, con valores como la solidaridad y la gratuidad, pequeños signos concretos de esperanza en que otro mundo es posible y que hay otros cauces alternativos a la llamada «felicidad». Saber que hay esperanza de sentido. Hombres y mujeres cuya presencia y vida sean el resorte que haga saltar las preguntas que todos llevamos dentro del corazón.

5. ¿Qué hacer cuando la sed parece secarse?
No es de extrañar que, entre tanto ruido, imagen, sensación... un día nos demos cuenta de que en algún momento, sin haberlo notado, hemos perdido la orientación que nos guiaba, el sentido de nuestro proyecto de vida, y que se ha apoderado de nosotros el bullicio que nos envuelve; de modo que nos sentimos desmotivados, desorientados y desganados, y hasta nos parece imposible poder recuperar la inquietud que nos movía. Lo inmediato es echarle la culpa a las circunstancias, al ambiente, a todo lo que nos rodea, en lugar de abordar lo que realmente nos ocurre.
Tal vez sea el momento de preguntarnos: ¿he perdido la sed? O tal vez: ¿ha dejado de ser Dios el referente que alivia mis necesidades profundas y estoy buscando en otras fuentes? Puede ser la ocasión de detenerse y darse la oportunidad de escuchar lo que sentimos. Puede que, si nos atrevemos a mirarnos, estemos más secos y necesitados de lo que queremos admitir.
Detengámonos un momento, caigamos en la cuenta de lo que nos ha ocurrido. Puede que nos hayamos entretenido en nuestras rutinas, buscando sentirnos bien, tener una buena calidad de vida, y que, poco a poco, nos hayamos quedado resecos. ¿Dónde quedó la pasión que nos movía? ¿No será que tal vez hemos vendido la primogenitura por un plato de lentejas?...
Me bajo del tren de alta velocidad en el que me he montado y me doy cuenta de que correr mucho únicamente me traslada de un sitio a otro, de un entretenimiento al siguiente, pero me deja igual de vacío. Y empiezo a buscar en mí lo que verdaderamente me mueve: buscamos la atención, el prestigio, la seguridad... ¿A costa de qué? Rompo mi rutina, cuestiono mis esquemas, me pregunto adónde voy con la vida que llevo, y me hago una pregunta de sentido: ¿Quién soy?, ¿qué sentido tiene mi vida? Tal vez entonces vuelva a caer en la cuenta de mi vacío profundo, de cómo no me llena de verdad nada de lo que me entretiene. Y sigo buscando. Pero ahora ya no sigo el camino de la búsqueda exterior: ahora busco por dentro, en el centro de mi vida, y me pregunto amablemente: ¿qué tengo dentro?, ¿qué sentimientos me habitan?, ¿qué hay de verdad en mí?, ¿qué queda de mí si pierdo lo que tengo?, ¿de dónde me viene todo esto?, ¿cuál es la fuente que me da la vida?
Es el momento de hacer silencio, de escuchar el rumor de lo esencial en el fondo del corazón.
Porque tal vez, si escuchamos atentos, oigamos el fluir de la vida que nos habita, el amor que se asienta en nuestras entrañas y que busca cómo salir y expresarse; la vida que busca vivir; la plenitud que asoma tímidamente en la medida de las posibilidades de nuestra limitada condición, pero que, a pesar de todo, se intuye; y si le dejamos, nos impulsa a sacar lo mejor de nosotros mismos, lo mejor de nuestra humanidad, los mejores sentimientos, y nos lleva a ver, en todo lo que nos rodea, un destello de eternidad: Dios en nosotros y en todas las cosas y todas en Él.
Pero ello requiere cuidar la interioridad, el espacio donde nos relacionamos con el Dios que nos habita, donde esperamos pacientemente que llene nuestro vacío con su plenitud y donde nos hacemos conscientes de que Alguien sostiene nuestra vida.
Y requiere también tener confianza, abrirnos a la posibilidad de ese Dios que nos quiere con locura y que sólo busca que nos realicemos en plenitud. Volver con confianza a experiencias anteriores en que nos hemos sentido aliviados y acogidos por su amor misericordioso.
Y siempre recordar que, si la sed parece secarse, es que en algún momento la sentimos apremiante, y que entonces fuimos conscientes de cómo Dios se hacía presente en nuestras vidas y nos daba de beber, como a la samaritana, «agua viva que se convierte por dentro en un manantial que salta dando una vida que no se acaba nunca» (Jn 4,13-15). Quien lo ha sentido una vez, ya nunca podrá olvidarse. Dios no nos abandona, aunque a veces nos lo parezca. Ésa fue también la experiencia de Jesús en la cruz; y, sin embargo, tenemos la certeza de la experiencia pascual.
Quizás a fuerza de echar tierra sobre nuestro propio manantial, se nos oculte de vez en cuando esta sensación que tan bien describió San Agustín: «Nos creaste, Señor, para ti, y nuestra alma anda inquieta hasta que descanse en ti». Ahora bien, lo que es seguro es que Él, que nos creó con tanto amor y desea tanto nuestra plenitud, no puede olvidarse de sus criaturas y no descansa; anda inquieto, hasta que le dejemos habitar en nuestro interior.
Él siempre estará a nuestro lado, llamando a nuestra puerta, haciéndose el encontradizo en nuestros caminos. Él sí parece andar como sediento de nuestro amor, hasta que por fin nos dejemos rehacer, recrearnos, renovarnos por su amor libre y gratuito, de modo que sólo nos merezca la pena vivir respondiéndole con el amor generoso que Él mismo ha puesto en nuestros corazones, viviendo una vida entregada por amor a todas las criaturas.

* Bióloga del cuerpo facultativo superior de la Xunta de Galicia. A Coruña. .
** Para la realización de este artículo me inspiro, sobre todo, en J. Chittister, La vida iluminada, Sal Terrae, Santander 2001; J. Martín Velasco, La experiencia cristiana de Dios, Trotta, Madrid 1995; W. Tommasi, Etty Hillesum. La inteligencia del corazón, Narcea, Madrid 2003; A. Torres Queiruga, Esperanza a pesar del mal, Sal Terrae, Santander 2005.

ENVIÓ : PATRICIO GALLARDO VARGAS.

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