martes, 14 de octubre de 2008

RECUPERAR A SAN PABLO - PEDRO JOSÉ GÓMEZ SERRANO.

Recuperar a San Pablo
Pedro José Gómez Serrano*

Sal Terrae 96 (2008) 709-721

En los últimos años se están multiplicando los aniversarios de todo tipo en el seno de nuestra Iglesia. Sin duda, tiene sentido dirigir una mirada agradecida al pasado –es de bien nacidos ser agradecidos–, pero en los difíciles momentos actuales para la fe cristiana, algo en estos eventos huele a tentación de vivir de recuerdos de un glorioso pasado y a incapacidad para afrontar con valentía y creatividad el futuro próximo. Piénsese, por ejemplo, en el extraordinario éxito de las exposiciones de Las Edades de Hombre, que han dado a conocer una parte de la enorme riqueza del patrimonio artístico de algunas diócesis españolas, mientras la fecundidad creativa del arte cristiano contemporáneo padece una notable atonía. No querría en modo alguno contribuir con las siguientes páginas a fortalecer esa actitud añorante. Al contrario, mi propósito no es otro que mirar con audacia y esperanza el futuro inmediato de la acción de los creyentes, buscando inspiración en la vida y obra de ese descomunal personaje que fue Pablo de Tarso1. Tengo el convencimiento de que San Pablo posee una rabiosa actualidad para los cristianos del inicio del siglo XXI, y mi objetivo consiste en poner de relieve algunas de sus principales virtualidades.

1. Antigüedad y actualidad de San Pablo
Es una experiencia ampliamente constatada el hecho de que las cartas de Pablo apenas son entendidas en nuestras asambleas eucarísticas. Desde luego, en el humilde barrio donde yo vivo, ya resulta un éxito formidable pronunciar «Tesalonicenses» sin equivocación. Ni que decir tiene que sus profundas disquisiciones sobre el primer y el segundo Adán, la fe y las obras, la ley y la gracia, la carne y el espíritu, el pecado y la redención, la sabiduría del mundo y la de la cruz, etc. se encuentran muy alejadas tanto del contexto cultural actual como de la formación básica que posee la mayoría de los bautizados. Nada tienen que ver la dificultad con que accedemos a las ricas y densas epístolas paulinas –que reclaman siempre algún tipo de «traducción simultánea»– y la facilidad con que llegan a nosotros –y a la gente más sencilla de cualquier lugar del mundo– los relatos evangélicos, a pesar de la distancia temporal y cultural que se da entre la sociedad agrícola judía del siglo I y la urbana, tecnológica, global y postmoderna de la actualidad.
¿Por qué merece la pena realizar el esfuerzo de rescatar el legado de Pablo en la situación presente, más allá del 2.000 aniversario de su hipotético nacimiento? Al menos por cuatro motivos: la situación histórica –social y eclesial– que a él le tocó vivir guarda notables paralelismos con la nuestra; las claves pastorales de fondo con las que él se enfrentó a ese contexto siguen siendo muy sugerentes; el contenido básico de la interpretación paulina del acontecimiento cristiano sigue teniendo plena vigencia; y, por último, las propias actitudes personales de Pablo –discípulo y evangelizador– pueden servir hoy de modelo a muchos cristianos. Ni que decir tiene que, en lo que sigue, intentaré evitar todo anacronismo en el modo de vivir lo cristiano, así como la sacralización de formulaciones paulinas concretas, cuando sus palabras se refieran a problemas de otras épocas o estén marcadas por un contexto cultural que no es el nuestro. Es decir, siguiendo su sano consejo, intentaré trascender la letra y captar su espíritu: «La ley mata, el espíritu da vida» (2 Co 3,6).
Empecemos por señalar cómo era el contexto en el que se inserta la actuación de Pablo2. Senén Vidal caracteriza la época de Pablo del siguiente modo3: en el campo económico y político se producía la expansión y consolidación del Imperio Romano alrededor del Mare Nostrum, con la consiguiente formación de una dinámica economía internacional amparada en el dominio, a veces despótico y en ocasiones tolerante, de la pax romana. Los intercambios económicos se multiplicaron y, con ellos, un amplio movimiento de personas y de ideas. En el terreno social, las diferencias eran extraordinarias, no sólo por los dispares niveles de renta que se daban entre la exigua minoría opulenta y la muchedumbre de los pobres (en aquella época no existían las clases medias, y los pequeños artesanos, comerciantes y agricultores estaban expuestos permanentemente a caer en la miseria si se producía algún percance económico o de salud en la familia), sino por la vigencia de la esclavitud, las diversas clases de ciudadanía y la extensión del clientelismo como modelo de relación social claramente asimétrico, en el que casi todas las personas eran clientes sometidos al patronazgo de alguien más poderoso que aquel de quien se dependía para subsistir. En el ámbito cultural coexistían multitud de identidades minoritarias que, al confluir en las grandes ciudades, generaban un entorno ideológico muy plural. Al mismo tiempo, la ley romana y la cultura helenística proporcionaban el factor común que amalgamaba la convivencia entre pueblos tan diversos. Por último, en el plano religioso, el Imperio se caracterizaba por la coexistencia de numerosas creencias fuertemente marcadas por el individualismo, el relativismo y el sincretismo. Ciertamente, los romanos intentaron extender el culto a sus dioses (heredados, en buena medida, de los griegos), pero fueron condescendientes con los cultos que no amenazaban la unidad política. Hedonistas, epicúreos y estoicos, partidarios de los Misterios de Isis, Dionisos o Mitra, magos y astrólogos varios... concurrían en el mercado de las creencias religiosas, en el que el judaísmo tenía un puesto reconocido.
No resulta necesario forzar los hechos para identificar notables coincidencias entre la situación en la que Pablo comenzó a difundir el cristianismo y la que se da en nuestro mundo. Hoy estamos marcados por al avance de la globalización económica y la persistencia de una aguda desigualdad social; la arbitrariedad jurídica y la violencia hieren a amplias zonas de nuestro planeta; participamos de un clima crecientemente multicultural, que encierra peligros y oportunidades para la convivencia humana y genera reacciones defensivas de corte nacionalista. En lo religioso, el individualismo, la religión a la carta y la indiferencia están a la orden del día, así como la necesidad cada vez más sentida de «experiencia», «identidad» y «comunidad», algo que también se demandaba intensamente en la época de Pablo. La cultura del bienestar hace hoy las veces del sustrato helenista y latino común al Imperio, con no menor eficacia integradora de los individuos en la sociedad. Los cristianos eran una minoría carente de poder y de prestigio: algo que, en alguna medida, nos está ocurriendo en Europa Occidental en los últimos años. Diferente, sin embargo, es el hecho de que el cristianismo naciente contaba con el dato de la novedad, el riesgo y el entusiasmo de los bautizados, una eficaz ayuda mutua entre sus miembros y una ubicación social claramente humilde que ahora no poseemos, y con la ventaja, para la misión, de una inquietud religiosa ambiental que hoy ha sido sustituida por una mezcla de desinterés y escepticismo.

2. Cuatro aprendizajes que podemos realizar a partir de la vida de Pablo

2.1. Un convertido entusiasta
Pablo fue un «cristiano de segunda mano» tremendamente apasionado4. En el origen de su intensa misión se encuentra la misteriosa experiencia de encuentro con Cristo, camino de Damasco, que cambió su vida por completo (Hch 9,1-18). Pablo, como nosotros, no conoció a Jesús de Nazaret «en vivo y en directo», y su conversión –posterior a la Pascua, como la nuestra– tuvo que darse necesariamente gracias a la mediación de la Iglesia: su predicación, testimonio y acogida. Pablo nunca consideró la evangelización como una carga, sino como un enorme regalo –«¡Ay de mí, si no evangelizare!» (1 Co 9,16)– que realizaba «a tiempo y a destiempo» (2 Tm 4,2). Difundió la fe en Jesucristo superando tremendas amenazas y penalidades (2 Co 11,23-28), contento de su difícil tarea y dando gracias a Dios por ella constantemente (1 Ts 1,2). Sus expresiones no pueden ser más elocuentes: «Lo que era para mí ganancia, lo he juzgado pérdida a causa de Cristo. Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo» (Flp 3,7-8).
Podemos preguntarnos –mirando a Pablo– si la Iglesia actual está gestando este tipo de cristianos entusiastas u otros mucho más rutinarios. Cabe reflexionar sobre si nuestros procesos catequéticos conducen verdaderamente a un encuentro personal e intransferible con Jesús de Nazaret e inician en un tipo de existencia alternativa marcada por los valores de las Bienaventuranzas, o si, por el contrario, constituyen mecanismos de socialización en la normalidad y de asimilación de costumbres y tradiciones religiosas. En un momento de crisis evangelizadora, recuerdo las acertadas palabras de Julio Lois: «La primera condición para anunciar el Evangelio de forma creíble y significativa ha de formularse así: la comunicación ha de brotar o estar enraizada en una experiencia gozosa y liberadora de la fe, capaz de percibir su carácter atrayente y hasta fascinante, su belleza y fecundidad. Es la experiencia que se da en el seguimiento de Jesús vivido en el seno de una comunidad creyente. Sólo ofertan la fe con credibilidad los convertidos, es decir, aquellos a quienes Dios les ha salido al encuentro en Jesús, les ha llamado y han respondido con fidelidad gozosa»5.
Para comunicar de una manera más clara y libre el Evangelio, Pablo trabajó por su cuenta e intentó no ser gravoso económicamente para las comunidades a las que sirvió, al tiempo que no accedió a ser cliente de ningún patrón que pudiera hipotecar su palabra profética. Nunca quiso que su rol le sirviera para obtener ventajas personales o prestigio social. Habría que plantearse si la dedicación pastoral a tiempo pleno y las fórmulas de financiación que toda la estructura eclesiástica precisa sitúan a la Iglesia y a sus ministros en posición de libertad con respecto al Estado y de transparencia y pobreza con respecto al conjunto de la sociedad. Asunto este que no resulta hoy secundario, cuando el problema de la autofinanciación en el seno de una sociedad laica y religiosamente pluralista parece cada vez más urgente. Pensemos, además, que el coraje de Pablo se produce en un contexto en el que los cristianos eran muy minoritarios y carecían de todo tipo de recursos materiales que hoy nos son habituales (templos, locales, colegios, universidades, etc.). El sentimiento de ser una minoría, la pobreza humana de las comunidades y la carencia de dinero nunca fueron motivo de queja para él.

2.2. Impulsor infatigable de comunidades cristianas
Hay una convicción de Pablo que comparto plenamente: la condición de posibilidad de la auténtica vida cristiana –particularmente en entornos de indiferencia o pluralismo religiosos– radica en la existencia de comunidades concretas en las que los hermanos y hermanas tengan nombres y apellidos, y en las que la vida iluminada por la fe se comparta a fondo, promoviendo alrededor los valores del Reino. En el presente desierto social para la fe, la comunidad representa el oasis (que no invernadero) capaz de generar el microclima que precisa la experiencia religiosa para florecer. Tanto las Cartas como las referencias de los Hechos de los Apóstoles coinciden en mostrar esta obsesión paulina por generar comunidades en las que se acogiera, desarrollara, verificara y desplegara el Evangelio predicado. Sin ellas, la fe se marchita como la flor arrancada del tiesto. En el futuro inmediato –con la previsible extinción del espécimen «feligrés»–, la multinacional religiosa que, a través de sus sucursales territoriales, presta servicios religiosos a cristianos sociológicos anónimos, será incapaz de garantizar la comunicación de la fe cristiana a las nuevas generaciones si no desarrolla espacios de acogida y personalización.
Vemos, además, que en la generación de las nuevas comunidades paulinas aparecen algunas claves que tienen plena vigencia. Lo decisivo en ellas es el tipo de relaciones fraternales (de cariño y ayuda) que se establecen entre los bautizados, y no la amplitud de las actividades realizadas, la solemnidad de los ritos o la abundancia de medios materiales (Rm 12). Se favorece la participación igualitaria de todos los bautizados y bautizadas, aunque ello dé lugar a un cierto caos en las asambleas (1 Co 14). En lugar de propugnar la división entre protagonistas y receptores de la acción eclesial o introducir distinciones de poder, Pablo estimula el protagonismo de todos los miembros del Cuerpo de Cristo, valorando extraordinariamente la diversidad y orando para que el Espíritu genere en el corazón de todos un deseo de comunión (1 Co 12). A este respecto, el capítulo 13 de la Primera Carta a los Corintios tiene un contenido «profético» y no sólo «romántico», al situar el carisma del amor –que todos poseemos– como el más importante de todos, después de haber mencionado otros «cargos ministeriales» como los de apóstol, maestro o profeta. En otro plano, ni que decir tiene que intentar aplicar en la práctica comunitaria –en alguna medida– aquello de, que en Cristo, «ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer» (Ga 3,28) representaba una verdadera revolución social. Metz ha recordado –a propósito de la vida religiosa– que las comunidades cristianas deberían ser verdaderas «sociedades de contraste»6.
Y después de haber realizado estas constataciones elementales, brotan los interrogantes: ¿estamos convencidos, como Pablo, de que hoy hay que echar el resto en la animación comunitaria?; ¿creemos nosotros, como él, en la igualdad, diversidad y unidad que deberían ser «la marca de la casa» de los seguidores de Jesús?; ¿ponemos el centro de nuestros esfuerzos en el cultivo de relaciones cálidas y comprometidas con las necesidades de todos?; ¿representa nuestra Iglesia actual un espacio revolucionario en el que se trabaja por acabar con las diferencias económicas, las segregaciones culturales y la discriminación de género?7

2.3. Constructor tenaz de comunión en el conflicto
Cuando el apego a las costumbres judías frenó la expansión de la comunidad cristiana entre los paganos y amenazó con eliminar la novedad y libertad que Cristo había traído a la humanidad (Ga 5,1), Pablo no dudó en enfrentarse a Pedro para exigirle mayor coherencia y apertura de miras. Cuando éste mostró una actitud contemporizadora con quienes querían imponer a todos los cristianos –judíos o helenistas– la circuncisión o las prescripciones rituales hebreas en torno a la comida, Pablo le corrigió fraternalmente. Ocurrió tanto en el denominado «Concilio de Jerusalén» (Hch 15,1-19), como en el «incidente de Antioquia» (Ga 2,12-14). Llama la atención su capacidad para aunar dos actitudes muy escasas hoy en día en el ámbito eclesial, pero absolutamente necesarias para su renovación: a) la capacidad de decir con valentía y sin tapujos una palabra crítica cuando ciertos comportamientos no sintonizaban con el Evangelio; y b) la búsqueda paciente de la comunión a través del diálogo, la oración y la negociación, ejerciendo la labor de «leal oposición» que acepta con fidelidad el ministerio de comunión de Pedro, pero sin renunciar a expresar la propia perspectiva..
A mi modesto parecer, en nuestra comunidad eclesial predominan hoy otros comportamientos mucho más dañinos: el miedo a la autoridad y la tendencia a halagarla reforzando sumisamente sus posiciones; la propensión a acallar a los disidentes; el hecho de confundir el temor al conflicto –que es, de entrada, sano y necesario para buscar alternativas a las situaciones bloqueadas– con la defensa de la comunión y la paz; la proliferación del cotilleo y de la crítica a espaldas de los responsables (lo que genera climas enfermizos de amargura y desilusión), por falta de coraje para dialogar; el aislamiento de cada grupo en su burbuja autosuficiente; la tendencia a distanciarse en silencio, afectiva y efectivamente, de los pastores y sus iniciativas pastorales, o de éstos respecto de las comunidades concretas; la práctica de la autocensura o, por el contrario, de la hipercrítica; etc. Resulta obvio que todos estos comportamientos, incapaces de afrontar evangélicamente el conflicto, impiden avanzar y crecer a la Iglesia.
Por todo ello, me parece oportuno recordar las palabras de Benedicto XVI cuando aún era el teólogo Joseph Ratzinger: «La verdadera obediencia no es la obediencia de los aduladores, que evitan todo choque y ponen su intangible comodidad por encima de todas las cosas. Lo que necesita la Iglesia de hoy y de todos los tiempos no son panegiristas de lo existente, sino hombres en quienes la humildad y la obediencia no sean menores que la pasión por la verdad; hombres que den testimonio a despecho de todo ataque y distorsión de sus palabras»8. Mas allá de la dialéctica entre la jerarquía y el pueblo, Pablo mantuvo siempre en sus comunidades la defensa simultánea del pluralismo y de la comunión, que, en último término, son un don de Dios. Mi amigo José Ramón Urbieta, cuando alguien quería defender con cierta ingenuidad que la comunidad cristiana debía reeditar el ideal del «todos pensaban y sentían lo mismo», solía recordar que, «cuando dos personas piensan siempre lo mismo, hay una que no piensa».

2.4. Creativo y audaz inculturador del mensaje cristiano
Karl Rahner tenía razón al afirmar, hace varias décadas, que «en la situación actual de la iglesia y del mundo, tras un tiempo tan largo de inmovilismo y de miedo por parte de la iglesia ante los cambios socio-culturales del mundo, se puede decir que es más seguro el riesgo de los nuevos experimentos, tan ponderado y medido como sea posible, que permanecer apegados a las formas tradicionales, que hoy ya no se adaptan a la expresión del mensaje cristiano»9. Hoy esta afirmación es aún más pertinente. A pesar del extraordinario regalo del Concilio Vaticano II, la Iglesia ha realizado a duras penas un cierto diálogo con la modernidad, y todavía no lo ha iniciado con la posmodernidad.
La posición de Pablo en este terreno resulta admirable, tanto por lo que se refiere a sus actitudes personales como por lo que respecta a su planteamiento teórico. Como ya hemos señalado, por lograr que su mensaje tuviera la mayor credibilidad, evita cualquier privilegio (que a otros predicadores reconoce como legítimos) y afronta cualquier peligro sin echarse atrás. Pero, más aún, intenta «hacerse todo a todos, para ganar a algunos» (1 Co 9,22), es decir, se aproxima físicamente a las personas en su contexto y se hace solidario con cualquiera al evangelizar. Al mismo tiempo, asume una posición dialéctica con respecto a los valores de la sociedad, evitando tanto su asimilación acrítica como una actitud de recelo sistemático. Por eso puede afirmar: «No os amoldéis al mundo en que vivimos y transformaos con otra mentalidad» (Rm 12,2) y, al mismo tiempo: «Examinadlo todo y quedaos con lo bueno» (1 Ts 5,21). Ambas actitudes me parecen muy acertadas.
El esfuerzo formidable de Pablo para trasvasar el Evangelio a las categorías helenísticas permitió que el cristianismo pasara, de ser una secta judía, a constituir una religión con proyección universal. Este indudable acierto no dejó de pasar una costosa factura: la helenización del cristianismo y, quizá, una moderación del mensaje radical de Jesús que le llevó a la muerte10. Esa disyuntiva entre los peligros de traducir nuestra fe a las claves de la cultura actual (con el riesgo de adulterarla) o fosilizarla en unas categorías y estructuras cuasi-medievales (con el riesgo de morir en el museo) se produce también en nuestros días.
Pablo asumió del ambiente cultural de su época los valores platónicos y estoicos, que situaban en el «sabio» el ideal humano, y argumentó lo indecible para mostrar que el Evangelio conducía a la realización plena del individuo, pero al mismo tiempo sometió el paradigma helénico a una subversión profunda, al hablar de la cruz de Cristo como «locura» para los judíos y «necedad» para los griegos, y al poner como ejemplo de los preferidos de Dios a los pobres de sus comunidades (1 Co 1,22-30). Intentó hablar en Atenas del «Dios desconocido» para ganarse al auditorio, pero no dejó de anunciarles la «resurrección», a pesar de que esto resultó absurdo para sus oyentes (Hch 17,22-32). En la forma en que Pablo trató el asunto de las mujeres y los esclavos podemos ver esta dialéctica. Por una parte, la afirmación de la igualdad radical del género humano expresada en Gálatas 3 es realmente revolucionaria; pero, por otra parte, los textos referidos al matrimonio (Col 3,18-21), la forma de resolver el problema del esclavo Onésimo (Flm 1) o la llamada a acatar las leyes (Rm 13,1) muestran que, en la práctica, Pablo decidió no romper radicalmente con las normas sociales de su época.
Con todo, la posición de Pablo resulta muy matizada. Así, por ejemplo, al prescribir la obediencia de la mujer al marido, de los hijos a los padres o de los esclavos a sus amos, en las cartas a los Colosenses (caps. 3 y 4)11 y a los Efesios (caps. 5 y 6), observamos que, junto a la aceptación indudable de la postura convencional, aparecen otras correcciones de espíritu evangélico que quizá desde nuestra época no seamos capaces de valorar en toda su novedad y potencialidad crítica: «maridos, amad a vuestras mujeres y no seáis ásperos con ellas»; «padres, no exasperéis a vuestros hijos, para que no se desalienten»; «amos, obrad con vuestros esclavos de la misma manera, dejando las amenazas», «sed justos con ellos»... Puede que esos planteamientos no dieran lugar inmediatamente a un cambio social profundo (de hecho, casi dos mil años después de redactarse estos textos, la discriminación de género en nuestra Iglesia continúa), pero no cabe duda de que constituían una semilla de emancipación a largo plazo y que explica la aparición de gestos simbólicos tan escandalosos como el hecho de que en el siglo III fuera nombrado Papa un esclavo que tomó el nombre de Calixto I (hoy santo).

3. Las raíces de su pasión
Sería muy difícil comprender la originalidad de la actuación de Pablo sin hacer mención, siquiera someramente, de algunas de sus convicciones de fondo.
La primera consistiría en reconocer el carácter escandaloso y sorprendente del Evangelio, que rompe por completo nuestros esquemas con respecto a lo que es Dios y hace saltar por los aires todos nuestros montajes religiosos y morales, que aspiran –en último término– a ganarnos su favor, al revelarnos en la Pasión de Cristo una mentalidad divina completamente contraria al sentido común y una salvación que nos viene por puro regalo y cariño de Dios. La fe en el sentido paulino es acogida agradecida de ese don y respuesta que se realiza con toda la existencia. Esta postura se aleja tanto de la mera confesión formal de la fe como de la actitud de quien pretende cargarse de méritos ante Dios por medio de su comportamiento. La conversión se produce cuando nos abrimos sin resistencias a la «locura» de Dios. Por eso, pretender evangelizar para que los destinatarios se sitúen en el mundo desde la normalidad sociológica es un contrasentido. El cristianismo es una manera alternativa de vivir.
Otra característica de Pablo, que haríamos bien en recuperar, consiste en ir a lo esencial a la hora de anunciar la Buena Noticia: el amor incondicional e insobornable que Dios tiene hacia todos sus hijos e hijas, que se ha revelado de un modo insuperable en su Hijo Jesús y que se actualiza permanentemente por el Espíritu. Ese amor se encuentra más allá de la ley, las costumbres religiosas, la moral, los ritos, la pertenencia institucional o la sabiduría teológica. Por eso, el amor efectivamente practicado es el único criterio de verificación de una fe que nos libera, pero no para aislarnos en el egoísmo, sino para hacernos más capaces de amar como Dios mismo (Ga 5,13). No estoy muy seguro de que las mediaciones pedagógicas, morales, catequéticas o litúrgicas que empleamos faciliten siempre el acceso a la experiencia personal de «estar en buenas manos» y la configuración de unas personalidades verdaderamente libres y liberadoras.
En Pablo se da también una concentración de la salvación en Cristo desde la clave de la Pasión. A mi modo de ver, esta opción, que dota de gran densidad a toda su teología, presenta ventajas e inconvenientes para nosotros. La ventaja es que, al predicar la Cruz y la Resurrección de Cristo a una sociedad aburguesada que rehuye todo sacrificio, dolor o entrega, por una parte, y que se muestra profundamente escéptica con respecto a cualquier tipo de salvación que no sea la del bienestar material, por otra, estamos presentando sin adulteración el Evangelio, y no sólo valores hoy «políticamente correctos», como el amor, la tolerancia, la igualdad, etc. Sin embargo, el olvido práctico por parte de Pablo de toda la vida pública de Jesús supone un indudable empobrecimiento. La centralidad del Reino de Dios y la urgencia de su acogida, la originalidad de las actitudes de Jesús, la conflictividad de su mensaje, etc., quedan diluidas en las cartas paulinas. Esto puede conducir a un cristianismo de corte individualista, más preocupado por el cultivo de las virtudes personales que por la transformación de la sociedad en una perspectiva de justicia e igualdad.

4. Primera carta de Pablo a los cristianos del siglo XXI
«Queridos hermanos:
Os veo un tanto deprimidos por el declive del cristianismo en el Occidente desarrollado y el progresivo envejecimiento de vuestras Iglesias. Algo de este desaliento se percibe en vuestras publicaciones, acciones y asambleas, que deberían estar empapadas de la alegría del Resucitado. ¡Estad siempre alegres en el Señor! Comprendo vuestros sentimientos, porque yo también quería con locura a mis comunidades; pero creo que habéis perdido la perspectiva de las cosas. Dios es más grande que nosotros y es capaz de hacer brotar la vida y la energía de nuestra debilidad. Habita en el corazón de todos los seres humanos, aunque ellos no hayan caído aún en la cuenta.
Veo que no estáis acostumbrados como yo a vivir la fe en la intemperie, en minoría, sin presupuestos, teniendo que dar cada día razón de vuestra esperanza. Quizá esa falta de práctica había anquilosado o dado por segura una experiencia que siempre será frágil y que tiene algo de riesgo, apuesta, asombro, fuego, regalo... Veo que los nuevos tiempos os han pillado desentrenados, pero no penséis en absoluto que estáis abandonados de la mano de Dios.
No os escudéis en vuestra pobreza para no poner toda la carne en el asador a la hora de vivir y anunciar a Jesucristo –Dios se encuentra a gusto en ella–, ni justifiquéis vuestra pereza, vuestro conformismo o vuestro miedo, a la hora de afrontar la imprescindible renovación de la Iglesia, apelando a vuestra fidelidad. Preocupaos, más bien, de buscar nuevos caminos para impulsar la justicia en el mundo y la evangelización, sin esperar que todo el mundo los vaya a ver bien. La creatividad es el don que más debemos implorar al Espíritu.
Sin duda, los problemas podrán aumentar, y vuestra capacidad para afrontarlos podrá bloquearse en algún momento; pero a vosotros, como a mí, os basta con esta convicción: ¡Nada nos separará del amor de Dios! (Rm 8,35-39)».

* Miembro del Consejo de Redacción de Sal Terrae. Profesor de Economía Mundial en la Universidad Complutense. Madrid. .
1. No soy especialista en la teología del Pablo ni en exégesis paulina, por lo que las siguientes reflexiones deben considerarse como propias de un cristiano normal, familiarizado con su obra a través de la oración y la liturgia. Pido disculpas por las eventuales malas interpretaciones de su pensamiento.
2. Cothenet, Édouard, San Pablo en su tiempo, (Cuadernos Bíblicos, n. 26), Verbo Divino, Estella 1981.
3. Vidal, Senén, Iniciación a Pablo, Sal Terrae, Santander 2008, pp. 15-36.
4. Creo que «cristiano de segunda mano» es una aguda expresión de Kierkegaard para referirse a todos los que han llegado a ser seguidores de Jesús sin haber sido sus contemporáneos.
5. Lois, Julio, «Consideraciones para una teoría de la comunicación y transmisión de la fe», en La transmisión de la fe en la sociedad actual (II Semana de Estudios de Teología Pastoral), Verbo Divino / Instituto Superior de Pastoral, Madrid 1991, pp. 249-250.
6. Metz, Johann Baptist, Las órdenes religiosas, Herder, Barcelona 1978.
7. Equipo «Cahiers Évangile», Liberación humana y salvación en Jesucristo - 2, (Cuadernos Bíblicos, n. 7) Verbo Divino, Estella, 1989, pp. 33-35.
8. Ratzinger, Joseph, El verdadero pueblo de Dios, Herder, Barcelona 1972, p. 293.
9. Rahner, Karl, citado en J. Ramos-Regidor, El sacramento de la penitencia, Sígueme, Salamanca 1975, p. 88
10. Castillo, José Mª, El reino de Dios. Por la vida y dignidad de los seres humanos, Desclée De Brouwer, Bilbao 1999.
11. Dejamos aquí a un lado la cuestión de la autoría de la carta y de las posibles interpolaciones en el texto original, por considerar que recogen la actitud fundamental de Pablo.

FUENTE :
www.pastoralsj.org/
ENVIÓ : PATRICIO GALLARDO VARGAS.

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